
En Chernóbil se recuerda ante todo la vida «después de todo»: los objetos sin el hombre, los paisajes sin el hombre. Un camino hacia la nada, unos cables hacia ninguna parte. Hasta te asalta la duda de si se trata del pasado o del futuro. En más de una ocasión me ha parecido estar anotando el futuro.
Este es tan sólo un fragmento de Voces de Chernóbil, crónica del futuro donde la bielorrusa Svetlana Alexiévich recoge los testimonios de aquellas personas que vivieron en primera persona una de las mayores catástrofes del siglo XX. Junto a ella, recorreremos este entorno con una de las visitas hacia la llamada «zona de alienación».
Desde la capital ucraniana, Kíev, son varias las agencias que ofrecen varias opciones que permiten recorrer durante unas horas que comienzan en el reactor número 4, donde se originó la explosión de hidrógeno y sus fatales consecuencias en 1986. Tras pasar un control de seguridad exhaustivo anti-radiación, nos adentramos en este territorio que se antoja extraño: a pesar de haber quedado anclado al pasado bien se asemeja a una especie de futuro post-apocalíptico.

Allí mismo se puede ver el conocido como «sarcófago» para frenar las emisiones de radiactividad que sigue guardando en su interior cerca de 200 toneladas de material nuclear. Su deterioro por el paso del tiempo ha obligado a construir uno nuevo, el ‘Nuevo Sarcófago Seguro‘ inaugurado en 2016 y que «deberá durar no ya treinta, sino cien años».

«El sarcófago es un difunto que respira. Respira muerte»
Pero antes de su construcción se calcula que al menos unas 600.000 personas perecieron, no solamente de forma directa por el accidente sino por su exposición a la alta radiación durante los trabajos de descontaminación posteriores al desastre.

El primer día vimos la central nuclear desde lejos; al segundo ya recogíamos los residuos a su alrededor. Los llevábamos en cubos. Usábamos palas comunes, barríamos con las escobas que usan los barrenderos. Rastrillos […]. Era como quien lucha contra el átomo con la pala. El siglo XX… Los tractores y excavadoras que se empleaban allí no llevaban conductor, eran teledirigidos; nosotros, en cambio, marchábamos tras ellos para recoger los restos. Y respirábamos aquel polvo.
De modo que nos trajeron aquí. Llegamos a la central misma. Nos dieron una bata blanca y un gorrito blanco. Una mascarilla de gasa. Limpiamos el territorio. Un día trabajábamos abajo escarbando y arrancando restos, y otro arriba, sobre el techo del reactor. En todas partes con una pala. A los que se subían al techo, los llamaban ‘cigüeñas’. Los robots no lo aguantaban; las máquinas se volvían locas. Nosotros, en cambio, trabajábamos. […] Llegamos al lugar. Había una señal de ZONA PROHIBIDA. Yo no he estado en la guerra, pero tenía la sensación de vivir algo parecido. Algo que te brotaba de alguna parte de la memoria. ¿De dónde? Algo relacionado con la muerte […] Las casas selladas; la maquinaria abandonada… Era curioso ver aquello. No había nadie, solo nosotros, los milicianos, de patrulla.

Por la radio dijeron que evacuarían la ciudad, para tres o, a lo mejor, cinco días. «Llévense consigo ropa de invierno y de deporte, porque van a vivir en el bosque. En tiendas de campaña.» La gente hasta se alegró: «¡Nos mandan al campo!». Allí celebraremos la fiesta del Primero de Mayo. Algo inusual. La gente preparaba carne asada para el camino, y compraban vino. Se llevaban las guitarras, los magnetófonos…
Y así quedó todo, como si el tiempo se hubiera detenido tanto en Chernóbil como en Pripyat, la ciudad donde se alojaban las personas que trabajaban en la central y sus familias. A causa del accidente se evacuó a unas 116.000 personas y se aisló un área de 30 kilómetros alrededor de la central nuclear.
La ciudad estaba rodeada con dos filas de alambres de espino, como en una frontera. Casas limpias y de varios pisos y calles cubiertas por una gruesa capa de arena, con árboles talados. Como los cuadros de una película de ciencia ficción. Cumplíamos órdenes: «lavar» la ciudad y restituir en ella la tierra contaminada hasta la profundidad de veinte centímetros con una capa igual de arena. No había días de fiesta. Como en la guerra.

Entras en una casa, ves las fotos que cuelgan pero ni un alma […] En primer lugar, tenías la sensación de que la gente iba a regresar de un momento a otro. Y en segundo lugar, era algo que tenía que ver con la muerte.
En la puerta, una nota: «Querido buen hombre de paso: no busques objetos de valor. No los hay ni los hemos tenido. Haz uso de todo, pero no lo destroces. Regresaremos». En otras casas he visto inscripciones con pintura de diferentes colores: «Perdónanos, querida casa nuestra». Se despedían de la casa como de una persona.
Todo aparecía tirado, por las prisas. La gente se marchaba por un tiempo. Porque, ¿cómo sucedió todo? De pronto llega la orden de evacuación: «para tres días». Las mujeres gritando, los niños llorando, el ganado berreando […] Los niños lloraban. Pero la gente pensaba regresar. La expresión «para siempre» no existía.

Hoy, en cambio, el absoluto silencio es el único habitante de una ciudad fantasma donde la naturaleza, sin la presencia del ser humano ha recolonizado aquel territorio que siempre había sido suyo. Las calles desiertas quedan desdibujadas y ocultas tras los ahora altos y frondosos árboles cuyas raíces circulan libremente por lo que en otro tiempo fueron las alcantarillas de la ciudad.



Nadie ha regresado. Las casas, las escuelas, los establecimientos comerciales se mantienen intactos, como si el tiempo se hubiera detenido o, mejor dicho, como si se tratara de un futuro post-apocalíptico donde lo único que queda de nosotros son las sombras que hemos dejado detrás.



«Yo soy testigo de Chernóbil…, el acontecimiento más importante del siglo XX, a pesar de las terribles guerras y revoluciones que marcan esta época. Han pasado veinte años de la catástrofe, pero hasta hoy me persigue la misma pregunta: ¿de qué dar testimonio, del pasado o del futuro? Es tan fácil deslizarse a la banalidad […] Chernóbil no solo significa conocimiento, sino también preconocimiento, porque el hombre se ha puesto en cuestión con su anterior concepción de sí mismo y del mundo. Cuando hablamos del pasado o el del futuro, introducimos en estas palabras nuestra concepción del tiempo, pero Chernóbil es ante todo una catástrofe del tiempo. Los radionúclidos diseminados por nuestra Tierra vivirán cincuenta. cien, doscientos mil años. Y más. Desde el punto de vista de la vida humana, son eternos. Entonces, ¿qué somos capaces de entender?»