
Hace 50 años se estrenaba 2001: Una odisea en el espacio. De hecho, esta llegó a España precisamente en octubre de 1968. No nos sorprende que El festival de cine de Sitges dedique el póster de esta edición al famoso monolito. Te invitamos a que profundices en el cine de Stanley Kubrick con nuestro ciclo dedicado a él. Empezamos nuestro #CicloKubrick con, como no, 2001: Una odisea en el espacio. Bienvenidos a Peli o Manta.

Cuenta la revista Rolling Stone que durante un pase de 2001: Una odisea en el espacio, en la última aparición del monolito en la película, un joven espectador se levantó de su asiento en el patio de butacas, y corrió pasillo abajo hacia la pantalla mientras gritaba «¡es Dios! ¡es Dios!». Los empleados del cine consiguieron pararle, no sin que antes el joven atravesara como una flecha la pantalla en la que seguía proyectándose la película.
Las primeras semanas en cartel de 2001 no fueron un éxito de recaudación. La MGM estaba planeando retirarla de los cines, cuando fue persuadida por los propietarios de las salas de mantener el filme en cartelera algún tiempo más. Varios de ellos habían notado un incremento en el número de jóvenes entre la audiencia de la película, que estaban especialmente entusiasmados y emperrados en ver la secuencia de nueve minutos con Dave Bowman cruzando la puerta espacial bajo la influencia de drogas psicotrópicas: eran los años 60. Gracias a que la película se mantuvo en cartelera y pese a las malas críticas que recibió en su estreno, se acabaría convirtiendo en un éxito financiero.
La Luna, oscura. Luego, el Sol nos alumbra desde atrás de la Tierra. Suena el Amanecer del Zaratrustra. Kubrick nos susurra (o más bien, nos grita) que Dios ha muerto, que sigue muerto y que nosotros le hemos matado. La Tierra, iluminada por la luz incansable del astro rey. Empieza el viaje. Empieza 2001.
El amanecer del hombre
La acción nos sitúa en las llanuras de África hace unos cuatro millones de años, y seguimos a una comunidad de primates en su día a día, que incluyen la lucha por agua con otra comunidad de primates, y la muerte de uno de ellos a zarpas de un leopardo. Originalmente, Kubrick y Freeborn crearon un maquillaje más humanoide para los actores, pero no encontraron ninguna manera de rodar las escenas en las que estos aparecían sin poder evitar la clasificación como cine X, pues los actores iban desnudos y dejaban todas sus vergüenzas al descubierto. Kubrick decidió entonces usar el modelo más peludo que vemos en la película y, a excepción de dos bebés chimpancé, todos los personajes están interpretados por humanos, aunque las primeras audiencias de la película recalcaron el hecho de que los simios que aparecen al principio de la película estaban muy bien entrenados.
A raíz de esto, se popularizó la historia de que 2001 perdió el premio Oscar al mejor maquillaje contra John Chambers por su trabajo en El planeta de los simios porque los académicos pensaron que los australopitecos representados en la película eran chimpancés, y por lo tanto no había maquillaje que valorar. Todo era posible en un rodaje del loco Kubrick, incluso que se usara una horda de monos amaestrados para los primeros veinte minutos de película. La historia no podría ser más falsa: la categoría de mejor maquillaje no se creó hasta el 1981, y el premio de Chambers fue sólo honorífico.
Con la llegada del amanecer, aparece el primer monolito, un rectángulo perfecto que revoluciona a la comunidad y estimula en ellos un cambio mental. Otra vez esas cinco notas del Amanecer del Zaratustra. El hueso como herramienta, como arma. El mono, convertido por fin en hombre, arrebata de la otra comunidad de primates el acceso al agua mediante la violencia. El hueso gira por los aires. Y, de repente, el match cut más grande de la historia del cine:
https://www.youtube.com/watch?v=mI3s5fA7Zhk
Si queréis saber qué ocurrió con el hueso que lanzan los primates, te lo explicamos en detalle aquí, con la primera tira cómica que publica Tomeu Riera (creador de nuestro logo) con Peli o Manta.
TMA-1 (Anomalía Magnética de Tycho nº1)
Kubrick define, con este corte, la historia de la evolución humana como una historia de violencia: del hueso volando por los aires (la primera herramienta, un arma) al satélite nuclear. Lo que se nos muestra no es lo lejos que la humanidad ha llegado. Lo que se nos muestra es que el hombre de hoy es el mismo que “despertó” hace aproximadamente cuatro millones de años en las llanuras africanas: el poder de la humanidad no es otro que el poder de sus armas. Acto seguido se nos invita a un ballet cósmico de naves flotando en el vacío del espacio al ritmo del Danubio azul, con la intención de dibujar un bonito biombo de cordialidad y tranquilidad entre pueblos humanos.
Sin embargo la charla insustancial y banal que mantienen los personajes nos lleva a descubrir una verdad más sobre el futuro que nos plantea Kubrick, que retrata una sociedad sin aparentes enfrentamientos, pero con las mismas mentiras y engaños que se producen en nuestra realidad. Esta visión casi pesimista de la humanidad se palpa en la hostilidad de la conversación entre el doctor Floyd y los científicos soviéticos, en la que Floyd declina compartir información con ellos sobre el estado de la base estadounidense Calvius encima de la Luna.
Con la llegada de este sobre la superficie lunar, se discute la aparición de un monolito negro de forma ortoédrica: un monolito que parece ser el mismo que ya vimos en el inicio del filme. La reunión en la base estadounidense lunar también esclarece que dicho monolito es de origen extraterrestre y fue enterrado allí deliberadamente: como si se estuviera marcando un camino para la raza humana. Este monolito es observado por los científicos con la misma fascinación del primate, destapándose como objeto de admiración que en ciertas circunstancias nos devuelve a lo más primitivo, y en otras nos dispara hacia un nuevo conocimiento. Pero mientras se discute la posibilidad de anunciar dicho descubrimiento, el grupo de científicos decide tomarse una foto en lo que parece una reflexión de Kubrick sobre la corriente de pensamiento antropocentrista: la fascinación del mono de la curiosidad ensombrecida por la fascinación humana de la auto-felación.
En ese momento, la luz del Sol entra en contacto con la superficie del monolito emitiendo una aguda señal de radio, como si de una llamada de aviso se tratara. El monolito cree que el hombre aún no está preparado para el siguiente paso.
Misión a Júpiter
Por supuesto, estos temas son recurrentes durante esta tercera parte de la película. Los dos astronautas observando una entrevista que han hecho con la BBC (como continuación al antropocentrismo evidenciado en la secuencia previa), la frialdad casi robótica de esta versión futura del ser humano (la mínima expresividad emocional de Bowman durante el vídeo en el que sus padres le felicitan el cumpleaños), la repetición de rutinas y actos mecánicos a los que están sometidos ambos astronautas.
En este capítulo se nos presenta a HAL, una digresión permitida que reflexiona sobre la naturaleza de la identidad y el origen de la inteligencia, sobre el que se asienta lo más parecido a un mensaje que 2001 está dispuesta a ofrecer: no existe humanidad sin inteligencia, y esa misma inteligencia es la que nos lleva irremediablemente hacia nuestra perdición. El arco de HAL revuelve en torno a unas directrices otorgadas por humanos: la misión es lo más importante, y el verdadero cometido de la misión no será compartido con los astronautas hasta su llegada a Júpiter. Esto sitúa a HAL ante un verdadero dilema de principios, puesto que dicha directriz entra en conflicto con el desarrollo óptimo de la misión, y deja a HAL con la difícil decisión de mantener a los astronautas en la ignorancia o contarles la verdad, sabiendo que ambas ponen en peligro la misión.
Ante semejante dicotomía, HAL resuelve que haga lo que haga, la misión está en peligro, por lo que su condición de robot perfecto se encuentra en entredicho. Y como si de una pataleta se tratara, diagnostica una antena de radio averiada (su deseo interior, que los astronautas dejen de comunicarse con la Tierra) en un último intento para tomar el control absoluto de la misión: lo más importante de su vida. Cuando dicha avería se demuestra falsa, Bowman y Pool discuten (en lo que creen que es un espacio aislado) el fallo de HAL, y si esto debería ser una luz roja para desconectarle y tomar control de la tripulación de la nave.
Como ya sabéis, HAL lee los labios de los astronautas, y ahora sí sabe que tiene que proteger la misión, y por ende a sí mismo. Después de desconectar a los astronautas en hibernación y despedir por el espacio a Pool, Bowman se ve obligado a provocar la muerte de HAL, que pierde los recuerdos poco a poco hasta llegar a interpretar su propio réquiem: la canción que sus creadores le enseñaron a cantar al poco de “nacer”. Una canción popular infantil que se apaga con su imponente ojo rojo.
Júpiter y más allá del infinito
La mastodóntica secuencia de nueve minutos que da inicio a la cuarta y última parte de 2001 es, ciertamente, un hipnotizante viaje temporal e interestelar a través del tiempo y el espacio. El carácter abstracto de la película alcanza su clímax y el espectador no tiene más remedio que perderse. 2001 es una película a experimentar a través de los sentidos, la creación de emociones estéticas sobre unos personajes en un vacío emocional. Y lo cierto es que no se experimenta como una película convencional: pese a que sus temáticas resuenan a través de las diferentes partes en las que se divide la acción, al final es la grandilocuencia de las imágenes y la música (la apuesta estética de Kubrick para trasmitir la idea de distancia espacio-temporal) lo que otorga significado a los conceptos que maneja la película.
En una elaboración intelectual, durante esos nueve minutos se forma un agujero temporal que trasciende a la propia película: sale de la pantalla. Como si, de alguna manera, Kubrick nos hiciera “pagar” los cuatro millones de años que nos habíamos ahorrado con el match cut del hueso y la nave espacial. El carácter metacinematográfico de 2001 no es una idea nueva: ¿o por qué, si no, lo que nos ayuda a avanzar en el escalón social, lo que nos produce cambios en la química del cerebro es un monolito perfectamente rectangular de color negro? La pantalla de cine vacía se parece a eso, y quizás Kubrick lo que nos quería contar era que el cine consigue cambiarnos. O no.
Tras el viaje, Bowman aparece en una habitación (¿podría ser un hotel?) inquietantemente pulcra. Una habitación en la que está condenado a pasar el resto de sus días. Y allí, claro, establece un duelo estático contra el Dios de la humanidad: uno mismo. Dentro de esas cuatro paredes se representa un teatrillo de la mente a una escala cósmica en el que el astronauta intercambia miradas con su yo de diferentes edades. El Bowman-joven fija su mirada en el Bowman-viejo, y ambos se examinan con un intercambio mudo que es más hostil que comprensivo, como si uno cuestionara al otro y viceversa. Y es solo en su lecho de muerte, desprovisto de ego, que Bowman se enfrenta de nuevo al monolito, al que señala con un solo dedo como si hubiera encontrado la respuesta a una pregunta que nunca verbalizó. Y, entonces, Bowman se convierte en un feto.
Kubrick justificó su decisión de no mostrar extraterrestres en su película diciendo que «uno no muestra a Dios». Y, de alguna manera, como al joven espectador que atravesó la pantalla (quién sabe si bajo los efectos de algún ponche lisérgico), a nosotros sí nos lo mostró. Para dar inicio a uno de los finales más épicos de la historia del cine, suena por última vez el Amanecer del Zaratrustra. Observamos al feto, el nuevo hombre, flotando en su burbuja hasta la Tierra. Él nos devuelve la mirada. Fundido a negro. Fin.