
Happy end es una obra mayor en el abanico de posibilidades de la cartelera, pero no en la filmografía de Michael Haneke, quien sigue fiel a su estilo crítico y desasosegante, sin llegar a la excelencia de sus anteriores películas como Amor (Amour, 2012), La cinta blanca (Das weisse Band, 2009), o las ya icónicas La pianista (La pianiste, 2001) o Funny games (1997).
Con un tono irónico y ligeramente rebajado en cuanto a crudeza y profundidad con respecto a su obra anterior, pero sin permitirse el relajarse en ningún momento, Haneke se revisita, se autoreferencia y recompone los lugares comunes que le caracterizan para adentrarse en la truculenta historia de una familia burguesa de Calais.
Sus miembros aparecen condenados por su condición social y/o mental, que les lleva a situaciones extremas en las que la incomunicación, la maldad, la exposición en las redes, la rendición o el abandono son el hilo conductor de unas relaciones malsanas e insalvables.
Los habituales planos inmóviles y la narrativa deliberadamente objetiva de Haneke empequeñece y desprotege a los personajes, abandonándolos a su suerte, y a merced de agentes externos y conflictos internos que, sabemos, les lastimarán.
Entre actores de la talla de Isabelle Huppert y Jean-Louis Trintignant, siempre enormes, destaca la jovencísima Fantine Harduin defendiendo de maravilla un papel crudo y perverso, conectado con el de su abuelo en ese especial vínculo, a la vez distante y de compenetración.
Haneke sabe que empatizar con sus personajes y sus motivaciones nos conecta con lo más oscuro de nosotros mismos. Y, aunque no a la misma altura a la que nos tiene acostumbrados, ahí sigue, evidenciando con saña desde los grandes enquistamientos sociales hasta las disfunciones más íntimas.
Te golpearás el pecho con…
– El estilo de Haneke, siempre efectivo.
– Las interpretaciones de Trintignant, Huppert y Harduin.
Te golpearás la cabeza con…
– Cierta sensación de falta de riesgo.
– Que nos resulte una propuesta descafeinada ante nuestras expectativas.